Hoy, tras cinco años de obras, la estación de Cercanías de la madrileña Puerta del Sol ha entrado en servicio. Si tuviera que optar por un único adjetivo para describirla, diría que es una estación pequeña, comparada con lo que me esperaba. Durante meses nos han bombardeado con un dato grandilocuente: que su caverna de andenes es la más grande excavada jamás para tal propósito.
Y efectivamente su altura es considerable, tanto que ha dado para habilitar un paseo por encima de las vías, que parece el espacio más amplio de todo el recinto, y desde donde parten las escaleras que dan acceso a las dos vías. Los andenes tienen una amplitud similar a la que nos podemos encontrar en otras estaciones subterráneas de la red de Cercanías, pero las escaleras de acceso, varias a lo largo de los andenes, limitan su anchura en esos puntos de forma significativa, con lo que la sensación de angostura es evidente. También me ha dado la impresión de que hay otros cuellos de botella en algunos puntos del camino a la superficie o a la estación de Metro. Pero, inexorablemente, el espacio no es infinito, y Sol no es Nuevos Ministerios.
En días pasados, una de las dudas que asaltaban a los transeúntes habituales de la plaza, espectadores de esa orgía de máquinas, vallas de obra y suelos levantados, era cómo se iban a apañar para terminar la tarea a tiempo de la inauguración del sábado. Bajo tierra, los accesos a andenes de la línea 1 del Metro tampoco hacían concebir esperanzas de que aquello pudiera estar listo en unos días. No ha habido milagros: las obras continúan, y todavía habrá que esperar para que Sol vuelva a la normalidad. Quizás dé para otra inauguración.
He dejado para el final de esta breve crónica lo más comentado por todos, el acceso a la estación: esa vítrea silla de montar dinosaurios que no ha dejado a casi nadie indiferente. Podría decir que al conjunto arquitectónico le pega menos que a un santo dos pistolas, o directamente que es más fea que pegar a un padre con una bayeta. Pero todo eso es subjetivo. A mi juicio, pese al tamaño de la estructura, el acceso en sí tampoco es demasiado grande. Y vuelvo con ello a mi valoración inicial; si estoy equivocado o no, el trasiego real de viajeros lo dirá.
Tenemos tantas opciones para expresar que algo no nos afecta en absoluto que el proceso de selección puede llevarnos al agotamiento. En primer lugar tenemos las comparaciones vegetales: nos importa un comino, un rábano, un pimiento, un pepino o incluso un bledo. Esto último es una planta rara y desconocida, lo cual acentúa el nivel de desinterés. Tampoco le falta glamour, ya que fue el elegido al traducir la famosa frase de Clark Gable en "Lo que el Viento se Llevó". Podría pensarse que cualquier hortaliza vale, pero no es así. Clamar que algo "me importa una lombarda" sólo produciría perplejidad. Sin embargo el brécol podría colar, supongo que por aproximación fonética. Esta última razón es la que, posiblemente, ha provocado que también se use "me importa un huevo" (rima asonante con "bledo"). En mi opinión se trata de una expresión equívoca, porque "un huevo" se utiliza popularmente de la misma forma que "un montón". El siguiente diálogo ficticio entre dos viajeros de un repleto autobús ilustra esta circunstancia: